Escrito por Rosa Arlene María
Las calles y avenidas son como las arterias de la ciudad,
transportan el flujo que las mantiene vivas. Pero conducir en horas pico es un
desafío a la salud mental y a veces sentimos que la ciudad padece
arteriosclerosis… y nosotros con ella. Y siempre habrá a quien culpar, al
ayuntamiento por el semáforo que marca rojo y verde al mismo tiempo, al
gobierno por el mal estado de la calle, a CORAASAN por la excavación que nunca
asfaltó, al AMET que sermonea enérgicamente a uno porque se detuvo a hablar por
el móvil a menos de 15 metros de la esquina, mientras carros públicos
invisibles desfilan a su espalda a la velocidad de tres infracciones por
minuto.
La impotencia de la pausa obligada exaspera. Lo que pocas veces
recordamos es que los que vamos al volante tenemos una fórmula mágica en
nuestras manos: el poder de ceder, de ceder el paso. Cuántas veces hemos
esperado largos minutos para cruzar una intersección, o para salir de un
estacionamiento, mientras la fila indolente nos ignora.
Una pausa para ceder el paso toma apenas segundos pero puede
ayudar a descongestionar un carril, o al menos permitir que otros avancen hacia
su destino. Ceder el paso es un acto no solo de cortesía, sino de civismo. Para
ceder hay que ver más allá del volante, hay que ponerse en el lugar del otro,
hay que tener la voluntad de parar la marcha y dejar que otro se mueva.
Al ceder el paso, contribuimos a la salud de la vida urbana y a
la armonía del universo. A pesar de los males del tránsito, buena parte de la
solución está en nuestras manos. Haga la prueba. Hoy, cuando salga a manejar,
disfrute el placer de ceder el paso. Si le gusta, siga haciéndolo. No se
sorprenda si de repente todo comienza a fluir en su vida.